miércoles, 31 de marzo de 2010

Agnosticismo y cristianismo

AGNOSTICISMO Y CRISTIANISMO

Ángel Aguado Fajardo

El agnóstico es la persona que ante la afirmación de la existencia o no existencia de Dios suspende el juicio sin inclinarse ni por la una ni por la otra. Frente a él, el creyente y el ateo, apoyados en razones que no concluyen apodícticamente, afirman, mediante un acto de voluntad, más que de entendimiento, dicha existencia o no existencia respectivamente.

A primera vista, la actitud agnóstica parece menos comprometida y valiente ya que se limita, aparentemente, a suspender el juicio; pero, si bien se mira, en el fondo, participa del compromiso y de la decisión de las otras dos posturas ya que no se cierra a ninguna de ellas.

Sin embargo, se podría decir que, la del agnóstico, es la actitud intelectualmente correcta y vitalmente valiente. Es correcta porque el entendimiento, al no tener razones concluyentes ni en un sentido ni en otro, a fuer de honesto, suspende el juicio, y es valiente porque arrostra una situación incómoda sin adormecerse de modo voluntarista.

La postura agnóstica parece estar más lejos de cualquier fanatismo o beatería que la de los creyentes o ateos. Si bien es verdad que la suspensión del juicio basada en la ausencia de razones concluyentes puede y debe ser firme precisamente por esa ausencia de razones, no se debe confundir dicha firmeza con el fanatismo o la beatería.

El beato se siente dichoso (¿beato = dichoso?) con una visión del mundo en la que la transcendencia tapa el tremendo agujero de la muerte; suele ser una persona sin inquietudes intelectuales, inclinado a confiar en magos y directores y a declinar su responsabilidad en ellos. Suya es la máxima: "el que obedece no se equivoca".

El fanático, por su parte, es "el que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento, creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas" o "el preocupado o entusiasmado ciegamente por una cosa ."

De lo dicho se colige que tanto el fanatismo como la beatería son actitudes éticamente menos positivas que sus contrarias. Mientras que el beato es un pobre hombre; el fanático es un ser temible.

Analicemos las tentaciones de beatería y fanatismo tanto en el agnóstico como en el creyente, sea esta creencia en la existencia o en la no-existencia de Dios.(Nótese que, con razón, se le puede llamar al ateo "creyente en la no-existencia de Dios", ya que su actitud es en el fondo de creyente pues afirma más de lo que las razones le demuestran de modo efectivo. Ningún creyente, por definición, demuestra el objeto de su fe, sea éste la creencia o la no-creencia en Dios.)

Como se dijo más arriba, el agnóstico está lejos de caer en la tentación de beatería o de fanatismo ya que su actitud se basa en la falta de razones. No puede ser una persona de certeza ilusionada como el beato; al contrario, su tentación puede venir del lado opuesto: la oscuridad desilusionante. Tampoco parece probable que caiga en la tenacidad desmedida o en el entusiasmo ciego del fanático. En él lo más cercano a esto quizá sería la compasión o el desprecio por las actitudes contrarias.

¿Hay algún nexo de unión entre el cristianismo y el agnosticismo? ¿Son conceptos que se excluyen mutuamente? ¿Puede un cristiano ser agnóstico, y un agnóstico cristiano? ¿Pertenece a la esencia del cristianismo, la creencia en Dios? He aquí una serie de preguntas que quizá valga la pena formularse y responder.

Empecemos por la primera cuya respuesta sería un gran avance en el camino de responder a las otras. Muchos calificarían de algo obvio la idea de que la creencia en Dios pertenece a la esencia del cristianismo. Al menos parece integrar el acerbo común la idea de que si alguien deja de creer en Dios, automáticamente deja de ser cristiano ya que el concepto "cristianismo" incluye él de "creyente". ¿Pero es esto así? Analicemos ambos conceptos.

No parece muy necesario analizar el concepto de creencia ya que es patente al sentir común como la afirmación de la existencia de un ser superior al que se llama Dios. Ese sentir común, a la hora de definir y atribuir cualidades al ser superior lo adorna de todo tipo de cualidades en grado eminente, aunque ciertos estudiosos del tema defienden la aceptación reverente de esa entidad renunciando a definirla de ningún modo. Se podría decir que estos creyentes mezclan su creencia con un tinte de agnosticismo.

Por el contrario, en el tema que nos ocupa, no sólo es necesario sino incluso imprescindible que nos planteemos con más detenimiento el concepto de cristianismo.¿Qué es ser cristiano? Arduo problema sería contestar a tan simple pregunta si nos pusiéramos a investigar lo que, a lo largo de los tiempos, ha respondido la innumerable serie de pensadores que se la plantearon. Por otra parte, con seguridad, sería vana la investigación en el sentido de que nos encontraríamos con las más disparatadas y contrapuestas opiniones. Algún sesudo teólogo centroeuropeo, después de largas disquisiciones llega a la conclusión de que cristiano es el que hace en su vida referencia a Cristo. Quedémonos con esta idea, en principio, aceptable. Pero en realidad, poco hemos avanzado, porque en seguida surge otra pregunta aún más ardua: ¿quién fue Cristo? O (con una formulación más en consecuencia con el tema que nos ocupa) ¿quién fue Jesús de Nazaret?

La pregunta formulada, en realidad compleja, se puede simplificar si nos ceñimos al tema propuesto: cristianismo y creencia en Dios. De este modo la cuestión se podría formular en los siguientes términos: ¿es fundamental en Jesús de Nazaret su componente religioso y su creencia en Dios al que llama padre y con el que mantiene una estrecha relación? O ¿se puede considerar todo ello como algo cultural de modo que lo fundamental en su personalidad sería el "ser para los demás"?

En el entorno cultural de Jesús es inconcebible tanto el ateísmo como el agnosticismo entendidos en sentido moderno. Aquel mundo no se explica sin una multitud de dioses, o sin, al menos, la existencia de un ser superior. Por ello, Jesús no pudo ser ni ateo ni agnóstico. El tuvo que ser necesariamente creyente; pero esta creencia, en consecuencia, no sería descabellado considerarla como cultural, como cultural fue en él imaginar un mundo plano, cubierto por la bóveda del cielo, iluminado por un sol que gira alrededor del mismo.

En el Evangelio de Mateo hay un texto que pudiera apoyar la interpretación anterior. Me refiero a la llamada por algunos "parábola de los ateos" y que se relata en el capítulo 25. Allí, a la hora de la verdad, lo que discrimina y salva o condena no es la creencia o increencia con relación a un ser superior, incluso tenido por padre, sino el "haber sido o no para los demás ". Tanto los salvados como los condenados, lo son por su relación de apertura o de cerrazón a los otros. Como dijo alguien, "al final de la vida te examinarán en el amor" y podríamos añadir: y no sobre la creencia ni sobre los ritos recibidos. Tanto los bendecidos como los maldecidos se habían portado de un modo u otro sin referencia a lo trascendente. Si lo hubieran hecho con esa referencia ¿acaso los buenos no lo serían menos, por interesados y los malos no se situarían a un paso de la estulticia?

En las reflexiones anteriores, con seguridad, no se ha demostrado que la creencia fue algo cultural en Jesús de Nazaret, pero al menos se nos concederá que pudo serlo. De igual modo, también parece improbable que alguien demuestre, teniendo en cuenta lo expuesto, que la creencia de Jesús es algo fundamental en su personalidad.

De todo lo anterior se puede llegar a una conclusión importante: no sólo los creyentes sino también los ateos y los agnósticos se pueden llamar, con todo derecho, cristianos.

Es más, a la luz de lo que los creyentes cristianos estiman fundamental en su fe, no serían las creencias lo fundamental sino una especie de andamiaje para conseguir "el hombre para los otros". En este sentido, el concepto de Dios como padre sería un andamio para llevarnos a la fraternidad universal. Haciendo teología ficción podemos imaginar que al Ser Supremo le importaría bien poco que se le confiese como padre con tal de que sus hijos nos lleváramos como hermanos. De modo parecido, muchos ritos a los que se les dio tanta importancia como para declararlos "necesarios con necesidad de medio", podrían ser declarados simples modelos de andaderas para solemnizar momentos que construyen la comunidad. Y ante un auténtico "hombre para los demás"¿qué le puede interesar al Ser Supremo o al Dios Padre (¿importa el nombre?) que sobre esa persona se haya derramado previamente agua o se le haya ungido con óleo más o menos oloroso? Si se construye auténtica comunidad y hay verdadero compromiso ¿qué mal da que se solemnice con un rito u otro? En verdad que las creencias y los ritos pueden tener su importancia como identificadores de comunidades y como andamios o muletas para conseguir un fin, pero que en comparación con éste se quedan como difuminados e incluso baladíes.

Si aceptamos estas conclusiones, podría seguirse una secuencia indefinida de consecuencias que, como semillas fecundas, germinarían tolerancia y comprensión por doquier.

Dejemos volar la imaginación: ciertas grandes divisiones de la humanidad irían cayendo; los muros de las creencias y de los ritos se disolverían o se reducirían a elementos más o menos folclóricos; remedando y ampliando a S. Pablo se podría exclamar: ya no hay judío ni pagano, esclavo ni libre, hombre ni mujer, ateo ni creyente ni agnóstico; nadie ni en ningún lugar sería discriminado por razón de creencias o no creencias. El fin último de todas las religiones, el parto del hombre con mayúscula, el hombre perfecto, el hombre dios, EL HOMBRE, se podría ir construyendo salvado el impedimento de los andamios y de las andaderas religiosas.

Los andamios y las andaderas, en efecto, cuando dejan de ser medios y se convierten en fines; cuando dejan de ser eso: andamios para construir y andaderas para andar, llegan a obstaculizar aquello para lo que estaban destinados: el andamio impide la construcción y la andadera, llegar a un destino. Las creencias y los ritos cuando caen en manos de jerarquías y teólogos que los miman y hacen de ellos el centro de su quehacer y rango, pasan a un primer término y sustituyen impidiéndolo el fin al que se ordenaban: la consecución del "hombre para los demás". En conclusión: la administración de las creencias y los ritos ha creado una jerarquía dominadora del pueblo que al centrase sobre ellos ha vaciado al cristianismo de su esencia.

La prueba de lo anterior queda patente si ojeamos los catecismos clásicos o los millones de páginas de autores eclesiásticos que fueron a lo largo de la historia. En estos escritos encontraremos fundamentalmente las siguientes materias: dogma, moral, cuestiones rituales y derecho. En ellas encontraremos prolijas disquisiciones sobre las palabras correctas para acotar un dogma; extensas listas de pecados contra un dios a quien nadie puede perjudicar o sobre fantasías y deseos que no traspasan los límites de la imaginación; fijación minuciosa de los procesos rituales descendiendo hasta las cualidades del agua, el vino, el pan o el aceite para confeccionar un sacramento válido, o el tenor de las palabras a pronunciar como si en él se contuviera el Espíritu e infinitas leyes y normas reglamentando desde el tono de voz en una oración o el pie a echar primero para subir al altar hasta como acrecentar y mantener el patrimonio eclesiástico. Y todo ello adobado con faltas, pecados y penas más o menos graves que acechan tras una palabra incorrecta, una materia defectuosa, una fórmula manca o una norma incumplida.

Los jerarcas y profesionales de la religión han caído, entre otras, en las siguientes aberraciones: centralidad de lo accidental, absolutización del pensamiento propio al atribuírselo a Dios, la condena o, al menos, desprecio de quien no comparte la propia fe y el proselitismo

El quehacer de los jerarcas se ha centrado hasta tal punto en lo accesorio que han caído en al aberración de ser profesionales de lo accidental. Toda su principal dedicación ha sido para los elementos accidentales. Si lo propio del cristiano es el ser para los demás, en pura lógica, los jerarcas cristianos deberían ser especialistas en métodos para fomentar el amor, la dedicación al otro y la tolerancia; pero he aquí que lo son en creencias, ritos y leyes. Los grados académicos de los obispos suelen ser en teología, sagrada escritura o derecho canónico. Con estos pertrechos están equipados para fijar creencias, acotar la palabra de Dios y perfilar ritos. Cualquier jerarca te podrá ilustrar con exactitud sobre la vía de procedencia del Espíritu Santo; sobre el grado de culpabilidad en una polución nocturna; sobre las cualidades del pan y del vino para confeccionar el sacramento de la eucaristía o sobre las condiciones requeridas para incurrir en excomunión. Como se aprecia, cuestiones alejadas de la esencia del cristianismo, pero a las que el jerarca concede tal importancia como para condenar a quien falte en ellas, al más real de sus infiernos. Por ello podemos dudar, con fundamento, de su preparación para formar hombres para los demás, que debería constituir su especialidad y podemos etiquetarlos como especialistas de lo accidental.

Otra aberración de los jerarcas creyentes consiste en la absolutización del pensamiento propio hasta atribuírselo a Dios. Alguien me dirá que lo que ocurre es lo contrario: que hacen propio el pensamiento de Dios. Pero ¿cómo conocen ESE pensamiento con garantías de certeza? Sin embargo ellos se constituyen en intermediarios e intérpretes del Supremo. Se da en ellos una manipulación constante de la Biblia para justificar la moral al uso o los intereses ya sean estos conservadores o revolucionarios: a Dios se la cuelga todo y todo lo bendice. Si allí se proclama de modo solemne: no matarás, ellos justifican la pena de muerte e incluso la guerra. El "no cometerás adulterio" y el "no codiciarás la mujer de tu prójimo" de Exodo 20, 14 y 17, son manipulados descaradamente por los intérpretes. "No cometerás adulterio" pasa sucesivamente a "no fornicar" y a "no cometerás actos impuros", mientras que el "no codiciarás la mujer de tu prójimo" se convierte en un espiritualista "no consentirás pensamientos ni deseos impuros.

Tras las aberraciones anteriores cae como fruta madura la condena o el desprecio de las creencias, los ritos y las normas morales que se apartan de las propias. Cualquier creyente si es sincero se sorprenderá a menudo considerando como leyendas despreciables e irrisorias las creencias de otros que miradas fríamente son muy similares a las suyas. De modo parecido se comportará ante los ritos y normas morales ajenas.

Como corolario de todo lo anterior se puede llegar, se llega y se ha llegado al proselitismo más descarado e incluso a las guerras de religión.

Para terminar podríamos resumir lo dicho en las siguientes conclusiones:

1.- El agnosticismo es una actitud intelectualmente coherente y entraña menos peligros de intolerancia que la creencia.

2.- Es posible un agnosticismo cristiano.

3.- Sería conveniente fomentar ese cristianismo agnóstico como un servicio a la tolerancia y como un puente hacia los distintos talantes ante la creencia.











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