viernes, 1 de enero de 2010

Un dia en el seminario en los años 50

UN DÍA EN EL SEMINARIO MENOR EN LOS AÑOS 50

A alguien le oí decir que en el seminario de sus tiempos les educaban no para hombres sino para héroes. Cuando recuerdo mi estancia en ese centro a la tierna edad de 11 años, me confirmo en esa misma sensación. Tanto era así que al relatar a los jóvenes de hoy la distribución del tiempo en un día de mi seminario menor, ya fuera lectivo o de fiesta, me miran con incredulidad y creen que les engaño.

A las 6.30 de la mañana, la campana, voz de Dios, nos despertaba, y en menos de media hora, abreviando lo más posible ante lo escaso del tiempo, lavados, vestidos con sotana y fajín, hechas las necesidades y deshecha la cama, en filas y en silencio, nos encaminábamos a la capilla donde permanecíamos mas de hora y media entre meditación, misa y otras devociones. Allí, si el padre espiritual se hacía cargo de la situación pueril de los escuchantes, nos entretenía, en la media hora de meditación, narrando vidas de santos con formato de cuentos. Pero cuando el espiritual no fue de este talante, se dedicaba a atemorizarnos y a exigirnos sacrificios y mortificaciones artificiales. En filas y en silencio, volvíamos al dormitorio para hacer la cama y ponernos en ropa de faena: tristes guardapolvos tan distintos que, en las filas, semejábamos serpiente multicolor. El desayuno se tomaba normalmente en silencio y consistía en un café-cebada con leche aguada y un bollo de pan seco que mas adelante se pudo untar con mantequilla de la Ayuda Social Americana.
En filas y en silencio, íbamos al salón de estudio y, pasada una hora, a clase; estudio y clase que se repetían por la mañana con un recreo de diez minutos al final de cada clase en el que por fin podíamos hablar. Antes del almuerzo, en filas y en silencio, de nuevo a la capilla para visitar al Santísimo, y de la misma guisa: en filas y en silencio, se nos conducía al comedor donde recibíamos una mal condimentada pitanza que a veces se me volvía y que llegué a conseguir tragar sin tomarle el sabor. Durante cualquier comida se nos leía algún pió relato que a veces encogía mi ánimo infantil como cuando tocó oir “Victima del Secreto de la Confesión”, y oíamos los pasos del asesino que se acercaba a su víctima. Después de la refección había una media hora de recreo, seguida de otra media hora de música. Gran acierto esta clase donde los menos aptos aprendían de memoria las lecciones, y los más dotados conseguían una aceptable formación musical, siendo el origen algunos buenos compositores, directores e intérpretes. Durante la tarde teníamos de nuevo dos horas de estudio y dos de clase, con en intermedio de una hora seguida de recreo que nos parecía muy larga y que dedicábamos a alguna competición deportiva. De nuevo, en filas y en silencio, íbamos a la capilla en donde permanecíamos más de media hora en distintas devociones: rosario, lectura espiritual y bendición con el Santísimo. Después de la cena a la que nos dirigíamos, de nuevo, en filas y en silencio, había un breve recreo que se debía aprovechar para hacer las necesidades, tras el cual, en filas y en silencio, íbamos a la capilla donde se hacía un examen de conciencia, se nos recordaba con voz cavernosa que teníamos que morir sin saber donde, que seríamos juzgados por Dios sin saber cuando, que si fuera esa noche qué cuenta le daríamos, que era incierta la sentencia de salvación o condenación eternas, y que con esa incertidumbre debíamos llorar los pecados y enmendar la vida para que Jesús, José y María nos asistieran en la última agonía. Por último, en filas y en silencio, nos encaminábamos al dormitorio donde al poco de llegar, sin poder siquiera ir a los servicios, teníamos que estar en la cama.

Los domingos o días de fiesta se diferenciaban en que no había clase aunque las tres horas largas de estudio no se perdonaban. Este estudio era especialmente molesto en la parte que transcurría durante las últimas horas de la tarde y en días de frió; en las comidas nos permitían hablar con la fórmula “Benedicamus Domino”, a la que alborozados contestábamos “Deo gratias”; y empezaban unas conversaciones que a menudo degeneraban en gritos. El superior, si lo estimaba conveniente, llamaba la atención e, incluso, nos volvía al silencio y la lectura. No era raro el caso en que el superior se eternizaba desgranando una granada con tenedor y cuchillo, mientras que nosotros habíamos acabado rato ha, al no usar esas herramientas. Nos mandaba levantar, hacíamos ruido, nos volvía a sentar, volvíamos a hacer ruido, y así entre levantada y sentada nos iba quitando recreos hasta que, vencidos, nos levantábamos a su entero gusto. Por la tarde salíamos de paseo en ternas (formados de tres en tres), de sotana y fajín si el destino eran las afueras, o beca, si era algo de más gala, apetecieran o no el paseo o los compañeros asignados, sin poder escoger acompañantes, no fueran a surgir “amistades particulares”, algo casi rayano en lo nefando. Si hacía mal tiempo nos ponían algún reportaje de temas tan interesantes como la fabricación de cojinetes, y saltábamos de alegría cuando era un corto de Charlot o del Gordo y el Flaco.

El jueves era un día semilectivo, y bastante agradable. Nos llevaban el Estadio de la Juventud, cerca de la estación de ferrocarril, donde durante largas horas practicábamos el deporte preferido: fútbol, frontón o baloncesto.

Algunos días se dedicaban especialmente a la piedad. Eran los de Retiro o de Ejercicios Espirituales. En el retiro, se empleaba la mañana en oír dos predicaciones: meditación y plática (nunca llegué a distinguir la esencia diferenciadora de ambas), y a pasear cabizbajos, procurando no faltar al silencio que en ese día tenía un valor especial. Los Ejercicios eran de tres días para los pequeños y de cinco para los mayores. Allí se nos metía el alma en un puño con meditaciones truculentas sobre la muerte, juicio e infierno. Se nos contaban casos como el del joven modélico que se condena al morir, después de su primer pecado mortal; o el del asesino que tiene la suerte de terminar sus días después de una confesión bien hecha y se salva por los pelos. Todo terminaba con una confesión más o menos general, después de la cual me sentía especialmente limpio y santificado. Llegaban a decirnos que ese sería un momento privilegiado para morir.

Si hoy en día a un crío de once años se le sometiera a la disciplina descrita, mucha gente no dudaría en afirmar que se le estaba torturando. Tuvimos un superior cuyo nombre me callo que nos prohibió hacer nuestras necesidades antes de acostarnos. Si alguien se veía impelido a ello, tenía que auto castigarse de rodillas ante una Virgen del Pilar situada en el rellano de las escaleras, hasta que el buen señor subía, a veces, a horas tardías, después de haber departido con sus compañeros. Si no te infligías el castigo podías haber sido visto por algún chivato que yendo con el soplo te conseguía otro castigo aumentado por la desobediencia perpetrada.

No éramos sujetos de derechos, sino súbditos de un todopoderoso rector asistido por unos superiores célibes sin la más remota idea de cómo tratar a unos niños. Si nos hubiéramos sentido sujetos de derechos habríamos protestado ante la flagrante arbitrariedad descrita en el párrafo anterior, pero eso no pasaba ni remotamente por nuestras sumisas mentes. A mi me decía que tenía el don de la oportunidad si, durante el estudio, le solicitaba permiso para hacer alguna necesidad. Y que conste que sólo lo hacía cuando no podía aguantas más.

Durante el día era mínima la capacidad de decisión. Esta se reducía a elegir en el recreo entre un deporte u otro, pasear, con cuidado de no repetir demasiado con el mismo compañero por el peligro de las amistades particulares, paso previo al pecado nefando, y hacer alguna visita a la capilla. En los demás momentos del día, tenías que estar en el sitio que marcaba el reglamento, voluntad de Dios, y sólo en ese sitio. Todo lo demás estaba prohibido: aquello era el reino de las prohibiciones.

Con tanta fila y tanto silencio, los de temperamento travieso o hiperactivo eran unos trastos (palabra muy usada por algunos superiores). Chicos que han llegado a ser profesionales magníficos tuvieron que abandonar el seminario con el sambenito de inútiles. Con alguno de ellos me he encontrado que, además de políglota, es profesor en una universidad japonesa.

El frió era la pesadilla en el invierno. Salías de una cama no muy sobrada de mantas y te enfrentabas a un lavabo de agua fría ante la mirada atenta del superior vigilante. Para anticiparte a los problemas era mejor que, echándole valor, te enjabonaras cara y cuello para disolver el jabón con abundante agua casi congelada, porque si eras sorprendido intentando lavarte a estilo gatuno, el jefe se remangaba, te enjabonaba a fondo y te dejaba que terminaras la faena. Que alegría, cuando debido al intenso frió, las tuberías congeladas no dejaban pasar ni una gota de agua.

Sólo se entraba en calor durante los recreos que aprovechábamos para movernos. Todo el día se estaba condenado a la inmovilidad del estudio, la clase, la capilla o el comedor sin ningún tipo de calefacción. En este último espacio, las frías mesas de mármol sin ningún tipo de mantel aumentaban la desagradable sensación.

Consecuencias de todo lo anterior eran los sabañones que a algunos más sensibles se les hacían crónicos y se les reventaban en dedos y, sobre todo, en orejas.

Otra fuente de sacrifico eran las comidas. Nuestro tiempo no fue de escasez, pero si de pésimos ingredientes y condimentación. Para mi paladar de niño mimado, con dos madres, y acostumbrado a ciertos caprichos, algunas especialidades resultaban intragables. El café (¿) con leche, con abundantes trozos de nata sobrenadando, lo engullía sin tomarle el sabor. Los garbanzos cuyo caldo se cuajaba en el plato me producían especial repugnancia. Pero la palma se la llevaba una especie de sopa de arroz que una vez deglutida se me volvía a la boca, y con gran apuro volvía a tragar. Esta especialidad desarrolló en mí una extraña habilidad: comer sin tomar el sabor a lo comido. A lo largo del tiempo se obró una especie de prodigio: esta comida que me producía nauseas llegó a gustarme al final de mis doce años de seminario.

Al servirte la comida nunca te preguntaban si tenías más o menos apetito. Del primer plato te servían dos cazos como mínimo, y el principio había que comerlo entero. Recuerdo un caso desgraciado: el filete que se nos servía casi todos los domingos era especialmente insulso y duro, y un compañero lo introdujo en un sobre usado y lo arrojó en el recreo. Alguien lo encontró, y como en el sobre estaba su nombre, ya que pertenecía a una carta de sus padres, fue con el cuerpo del delito al superior. Al delincuente se le recluyó en el comedor hasta que dio cuenta de tan suculento bocado. Este mismo compañero murió a los catorce años en el seminario, ya que aquejado de una grave enfermedad, calló la dolencia hasta que la situación devino irreversible.

Tan mal me sentía en aquel ambiente, que la visita mensual de mi madre, durante el primer año, la pasaba llorando. Ella me animaba a abandonar, pero nunca le hice caso, y aun no me explico el porqué.

Lo expuesto demuestra que nuestras batallitas resulten increíbles para la juventud actual criada en el disfrute de todos los derechos y con muy pocos deberes. Un joven de ahora hubiera llevado, sin dudar, a los tribunales a algunos formadores de entonces.

El resultado de aquel método de formación ha sido la creación de unas personalidades con voluntad de hierro, con unas creencias y principios extraordinariamente arraigados, y fuertemente reprimidas. En consecuencia, creo que todos han tenido un aceptable éxito en la vida, la mayoría ha conseguido liberarse de creencias ñoñas y represiones, y el resto quizá sea aceptablemente feliz en la aceptación de lo recibido, siendo, sin duda, personas de orden.

1 comentario:

J. Díaz Atienza dijo...

"El resultado de aquel método de formación ha sido la creación de unas personalidades con voluntad de hierro, con unas creencias y principios extraordinariamente arraigados, y fuertemente reprimidas. En consecuencia, creo que todos han tenido un aceptable éxito en la vida, la mayoría ha conseguido liberarse de creencias ñoñas y represiones, y el resto quizá sea aceptablemente feliz en la aceptación de lo recibido, siendo, sin duda, personas de orden.".
Así es Ángel. Yo me encuentro entre los últimos. Así que, por agradecimiento a la disciplina de aquel tridentino seminario, tengo que reconocer que, si soy médico de reconocido prestigio siendo vecino tuyo en la infancia y de familia paupérrima, se lo debo a ese seminario que describes y a pesar de las "castrantes" meditaciones que nos daba a la siete de la mañana D. Manuel Prados.
Un abrazo
Joaquín Díaz Atienza